El imperio del sol (1987). Steven Spielberg. Fuente: https://lapantallainvisible.files.wordpress.com/2014/11/el-imperio-del-sol-1024x576.jpg |
Un
niño, que persiguiendo su juguete favorito, un Zero de miniatura, con que
jugaba su versión infantil de la guerra, termina cayendo en la
versión, que lo convertirá en hombre, de la guerra.
Un
juguete que se cae al suelo no es gran cosa, pero si eso pasa, en 1941,
en Shanghai, ante un éxodo masivo porque vienen los japoneses con las bayonetas
caladas; es una catástrofe, es la caída de todo un modo
de vida. Es la pérdida de la inocencia. Ese niño no
sólo estaba recogiendo su juguete, estaba tratando de salvar un modo de vida.
Pero
aquel acto infantil e insensato de salvar un juguete en medio de la estampida, implicaba también una acción del instinto de
supervivencia del chico. Ese avión era el símbolo que agrupaba toda su
cosmogonía personal, de manera que aunque la bandera británica no significara
mucho para él; no era así con su avión: Perderlo, era perder la
vida.
Y
en efecto, lo perdió. Y también él se perdió, literalmente. Hizo lo único que
podía hacer: volver al hogar. Vagó por una Shanghai en caos, en guerra, muertos, incendios, saqueos, correrías, un enemigo que busca y liquida
sin piedad…y aparece el hambre, el verdadero señor en toda guerra.
Avistar
lo que fue uno los barrios más ricos de Asia, totalmente vacío y revuelto debió ser una de las revelaciones más rudas que pudo ver;
pero esa serie de hechos, apenas comenzaban. La mente, cuando ve cosas así, se
acostumbra a concebir lo imposible.
De
manera que aquel niño escondido en esas casas derruidas buscó ayuda, porque de
todas maneras es un niño y los niños necesitan siempre alguien que esté con
ellos. Da con unos ladrones, occidentales como él; pero ladrones. ¿Qué más da?
Explota una de las capacidades humanas más extraordinarias: la
adaptación. Entiende el código de los criminales, entra en el juego. Para estar
en ese mundo, no es necesario ser delincuente, simplemente hay que hablar el
mismo idioma y aquel niño lo hizo.
Pero
todo se complicó. Los japoneses los capturaron, justo cuando ellos robaban una de
las casas vacías que los nipones habían ocupado. De allí a recibir sablazos de
bambú y comer arroz mezclado con ratas, papas, tierra y restos culinarios ya
pasados. Aquello es para duros. Un organismo frágil termina muriendo ante
tal menjunje infecto; pero lo saben llevar. Aún así, él cuerpo sufre
porque es poca comida y pronto James, que sin ser gordo era robusto, termina
en los huesos.
Los
del eje, al igual que los comunistas, desarrollaron una política con los
prisioneros que les permitió sobrevivir en la guerra y llegar más allá de sus
posibilidades. La mano de obra que necesitaba la maquinaria de guerra era escasa,
así que se recurrió a aquellos que por su condición legal no hacían nada: los
prisioneros de guerra.
En el campo de concentración se va es a morir. Allí la mayoría
es retenida hasta que mueren los primeros y luego son regados a campos de
trabajo, hasta que sucumben o sobreviven precariamente.
Evitar
ser la mayoría es difícil para cualquier ser humano. Ser la mayoría que morirá
en un campo de concentración tiene su dificultad imposible: mientras que el
resto del mundo tiene toda la vida para reventarla o diñarla, el prisionero, en
muchos casos, sólo dispone de horas. Las pruebas físicas o ver qué ofrecen a
los kapos. Esos son los argumentos de los prisioneros. Los enfermos, heridos o
débiles quedan descartados.
Un
niño es uno de esos débiles. Siempre, los niños son bocas que alimentar y no
hacen nada útil así que los niños se hacían útiles: mercaderes,
limpiabotas, bedeles, ayudantes, mandaderos, toda una gama de oficios que en
tiempos de guerra valen oro. Para muchos de esos británicos, acostumbrados a
trabajos profesionales y vidas cómodas, verse ahora, trabajando debajo de un
motor, con el estómago vacío, fue un cambio traumático.
Jim Ballard cambió de una forma: la mayoría de los niños se traumatizan y luego se
adaptan a las circunstancias lo mejor que pueden. Él, no. Simplemente aceptó
locura del mundo, entendió las reglas y se puso a discutir el balón, nada más y
nada menos que a la muerte. Porque para él, mantenerse con vida se convirtió en
un juego.
Así,
se convirtió en contrabandista. Su juego de pasar las alambradas y sacarle a
los japoneses lo más posible y evitar que sus compañeros prisioneros no lo delataran
o mataran. Sus acciones se convirtieron en actos heroicos. Y para los japoneses, todo héroe es un
caballero.
Así
que el niño ganó derechos y los guardias lo dejaban ir por donde quisiera. Era
todo un rey. Y un día supo aquello que hay que saber para perder la inocencia : los japoneses lo dejaron
entrar a la fábrica donde construían los zero. El avión de juguete ahora estaba
frente a él, real, letal, poderoso, metálico. Ninguna imaginación podría
superar tal visión. Tocarlo debió ser glorioso. El niño se dio cuenta de que si
sabía leer el mundo, podía no solo vivir en él, sino ganarle la partida a la
muerte y todo cuanto quisiera.
Así,
el niño vivió hasta que el campo fue liberado y encontrado por sus padres. Pero
aquellas personas no son sus padres ya: el mundo de donde vienen ha muerto y lo
que representaron las personas en ese mundo también ha muerto. Son sus
parientes, cierto; pero él sabe que ya no los necesita. Él sabe que pronto, tan
pronto como pueda volar solo, abandonará el nido y es que el niño sabe que el
orden ha cambiado otra vez y le dicen que vienen tiempos de paz, pero
él sabe que eso es mentira.
Así,
terminó armando su mundo, su conocimiento, su estética y su ética. Aquel niño
de repente sabe que esto que llamamos mundo es una trampa,
que la guerra no arregló nada y que con la tecnología, estamos más cerca de la
extinción total que en septiembre de 1942, el día que Jim se perdió.
Pero
no hay que engañarse: Ballard no es ciencia ficción. Lo suyo
es contar la verdad que hay
detrás de todo. Ballard vio el hongo nuclear y luego legiones de soldados
japoneses muertos de hambre, clamando por sus madres. En la postguerra, ve como
su Inglaterra resucita, muy orgullosa; pero cojeando de una pata. Ve como toda Europa,
y sobre todo Alemania, se reconstruyen con el dinero de los países vencedores.
Y ve a los rusos, es decir, los comunistas, que son más monstruosos que los mismos
nazis. Por eso fue que ganaron.
Cuando
entiendes todo eso, y tu imaginación es divertida, y eres libre y digno porque
simplemente sobreviviste a un infierno y más aún, has aprendido a escribir,
entonces eres Ballard.
“Mi ficción es, de muchas formas, la disección
de una patología profunda que observé en Shanghai y luego en el mundo de la
posguerra”, escribió Ballard en sus memorias. “Recuerdo muchas de las
brutalidades casuales y las golpizas que ocurrieron, pero al mismo tiempo
éramos niños que nos divertíamos con cientos de juegos”. Allí está su ars
poética y su ética. El mundo está jodido, señores, este duro se sentó a
escribir sobre eso.
Todo
esto ya lo ha visto Ballard, esto que es nuestra realidad actual. Antes que
nosotros el sabía de: alguien que podrá ver los secretos detrás de un
cementerio de automóviles, que apreciará la poesía de los hoteles abandonados y
las playas de vacaciones desiertas, alguien que verá el mundo como lo vio un
profeta de nuestro tiempo que trascendió la muerte con la imaginación y que por
medio de su obra y los artistas que influenció, será eternamente recordado.
Psiquiatras,
médicos o deportistas carismáticos son una especie de Mesías que llevan a los
ancianos que están a punto de morir en lujosos balnearios, a los ejecutivos que
se mantienen con gripe y depresión, o a los matrimonios estancados hacia
nuevas e inesperadas posibilidades. Y siempre hay un peligro acechando. Tal
vez, como dice en Super-Cannes: “Los
Adolf Hitler y Pol Pot del futuro ya no vendrán del desierto, sino de centros
comerciales y complejos industriales corporativos”. La modernidad distópica,
los desoladores paisajes creados por el hombre y los efectos psicológicos del
desarrollo tecnológico, social o ambiental. Elementos que hacen pensar única y
exclusivamente en J.G. Ballard: las piscinas vacías, las construcciones
deshabitadas, los desiertos y los clubes nocturnos donde la música suena pero
no hay nadie escuchando…
Eso
es Ballard: el lado oscuro de la psique del ser humano, los apocalipsis
internos de los personajes, catalizado por un mundo surrealista donde el
desastre y la belleza colindan. Donde, como en África, se levanta un campo de
golf al lado de barrio pobre, con 25 % de población infectada con VIH. Donde,
como en Caracas, puede pagarse un alquiler en 10 dólares, mientras que hay
gente que nunca verá en su vida, esa cantidad de dinero. Vivimos el surrealismo cruel, hipócrita, miserable; y Ballard dijo que las cosas serían así.
Ballard derrotó a los japoneses, a occidente, a la tecnología y a la
muerte. La soledad fue el precio a pagar. Abrió los
ojos y admiró el desastre.
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