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lunes, 15 de agosto de 2016

Ballard

El imperio del sol (1987). Steven Spielberg. Fuente: https://lapantallainvisible.files.wordpress.com/2014/11/el-imperio-del-sol-1024x576.jpg
Un niño, que persiguiendo su juguete favorito, un Zero de miniatura, con que jugaba su versión infantil de la guerra, termina cayendo en la versión, que lo convertirá en hombre, de la guerra.
Un juguete que se cae al suelo no es gran cosa, pero si eso pasa, en 1941, en Shanghai, ante un éxodo masivo porque vienen los japoneses con las bayonetas caladas; es una catástrofe, es la caída de todo un modo de vida. Es la pérdida de la inocencia. Ese niño no sólo estaba recogiendo su juguete, estaba tratando de salvar un modo de vida.
Pero aquel acto infantil e insensato de salvar un juguete en medio de la estampida, implicaba también una acción del instinto de supervivencia del chico. Ese avión era el símbolo que agrupaba toda su cosmogonía personal, de manera que aunque la bandera británica no significara mucho para él; no era así con su avión: Perderlo, era perder la vida.
Y en efecto, lo perdió. Y también él se perdió, literalmente. Hizo lo único que podía hacer: volver al hogar. Vagó por una Shanghai en caos, en guerra, muertos, incendios, saqueos, correrías, un enemigo que busca y liquida sin piedad…y aparece el hambre, el verdadero señor en toda guerra.
Avistar lo que fue uno los barrios más ricos de Asia, totalmente vacío y revuelto debió ser una de las revelaciones más rudas que pudo ver; pero esa serie de hechos, apenas comenzaban. La mente, cuando ve cosas así, se acostumbra a concebir lo imposible.
De manera que aquel niño escondido en esas casas derruidas buscó ayuda, porque de todas maneras es un niño y los niños necesitan siempre alguien que esté con ellos. Da con unos ladrones, occidentales como él; pero ladrones. ¿Qué más da? Explota una de las capacidades humanas más extraordinarias: la adaptación. Entiende el código de los criminales, entra en el juego. Para estar en ese mundo, no es necesario ser delincuente, simplemente hay que hablar el mismo idioma y aquel niño lo hizo.
Pero todo se complicó. Los japoneses los capturaron, justo cuando ellos robaban una de las casas vacías que los nipones habían ocupado. De allí a recibir sablazos de bambú y comer arroz mezclado con ratas, papas, tierra y restos culinarios ya pasados. Aquello es para duros. Un organismo frágil termina muriendo ante tal menjunje infecto; pero lo saben llevar. Aún así, él cuerpo sufre porque es poca comida y pronto James, que sin ser gordo era robusto, termina en los huesos.
Los del eje, al igual que los comunistas, desarrollaron una política con los prisioneros que les permitió sobrevivir en la guerra y llegar más allá de sus posibilidades. La mano de obra que necesitaba la maquinaria de guerra era escasa, así que se recurrió a aquellos que por su condición legal no hacían nada: los prisioneros de guerra.
En el campo de concentración se va es a morir. Allí la mayoría es retenida hasta que mueren los primeros y luego son regados a campos de trabajo, hasta que sucumben o sobreviven precariamente.
Evitar ser la mayoría es difícil para cualquier ser humano. Ser la mayoría que morirá en un campo de concentración tiene su dificultad imposible: mientras que el resto del mundo tiene toda la vida para reventarla o diñarla, el prisionero, en muchos casos, sólo dispone de horas. Las pruebas físicas o ver qué ofrecen a los kapos. Esos son los argumentos de los prisioneros. Los enfermos, heridos o débiles quedan descartados.
Un niño es uno de esos débiles. Siempre, los niños son bocas que alimentar y no hacen nada útil  así que los niños se hacían útiles: mercaderes, limpiabotas, bedeles, ayudantes, mandaderos, toda una gama de oficios que en tiempos de guerra valen oro. Para muchos de esos británicos, acostumbrados a trabajos profesionales y vidas cómodas, verse ahora, trabajando debajo de un motor, con el estómago vacío, fue un cambio traumático. 
Jim Ballard cambió de una forma: la mayoría de los niños se traumatizan y luego se adaptan a las circunstancias lo mejor que pueden. Él, no. Simplemente aceptó locura del mundo, entendió las reglas y se puso a discutir el balón, nada más y nada menos que a la muerte. Porque para él, mantenerse con vida se convirtió en un juego.
Así, se convirtió en contrabandista. Su juego de pasar las alambradas y sacarle a los japoneses lo más posible y evitar que sus compañeros prisioneros no lo delataran o mataran. Sus acciones se convirtieron en actos heroicos. Y para los japoneses, todo héroe es un caballero.
Así que el niño ganó derechos y los guardias lo dejaban ir por donde quisiera. Era todo un rey. Y un día supo aquello que hay que saber para perder la inocencia : los japoneses lo dejaron entrar a la fábrica donde construían los zero. El avión de juguete ahora estaba frente a él, real, letal, poderoso, metálico. Ninguna imaginación podría superar tal visión. Tocarlo debió ser glorioso. El niño se dio cuenta de que si sabía leer el mundo, podía no solo vivir en él, sino ganarle la partida a la muerte y todo cuanto quisiera.
Así, el niño vivió hasta que el campo fue liberado y encontrado por sus padres. Pero aquellas personas no son sus padres ya: el mundo de donde vienen ha muerto y lo que representaron las personas en ese mundo también ha muerto. Son sus parientes, cierto; pero él sabe que ya no los necesita. Él sabe que pronto, tan pronto como pueda volar solo, abandonará el nido y es que el niño sabe que el orden ha cambiado otra vez y le dicen que vienen tiempos de paz, pero él sabe que eso es mentira.
Así, terminó armando su mundo, su conocimiento, su estética y su ética. Aquel niño de repente sabe que esto que llamamos mundo es una trampa, que la guerra no arregló nada y que con la tecnología, estamos más cerca de la extinción total que en septiembre de 1942, el día que Jim se perdió.
Pero no hay que engañarse: Ballard no es ciencia ficción. Lo suyo es contar la verdad que hay detrás de todo. Ballard vio el hongo nuclear y luego legiones de soldados japoneses muertos de hambre, clamando por sus madres. En la postguerra, ve como su Inglaterra resucita, muy orgullosa; pero cojeando de una pata. Ve como toda Europa, y sobre todo Alemania, se reconstruyen con el dinero de los países vencedores. Y ve a los rusos, es decir, los comunistas, que son más monstruosos que los mismos nazis. Por eso fue que ganaron.
Cuando entiendes todo eso, y tu imaginación es divertida, y eres libre y digno porque simplemente sobreviviste a un infierno y más aún, has aprendido a escribir, entonces eres Ballard.
 “Mi ficción es, de muchas formas, la disección de una patología profunda que observé en Shanghai y luego en el mundo de la posguerra”, escribió Ballard en sus memorias. “Recuerdo muchas de las brutalidades casuales y las golpizas que ocurrieron, pero al mismo tiempo éramos niños que nos divertíamos con cientos de juegos”. Allí está su ars poética y su ética. El mundo está jodido, señores, este duro se sentó a escribir sobre eso.
Todo esto ya lo ha visto Ballard, esto que es nuestra realidad actual. Antes que nosotros el sabía de: alguien que podrá ver los secretos detrás de un cementerio de automóviles, que apreciará la poesía de los hoteles abandonados y las playas de vacaciones desiertas, alguien que verá el mundo como lo vio un profeta de nuestro tiempo que trascendió la muerte con la imaginación y que por medio de su obra y los artistas que influenció, será eternamente recordado. 
Psiquiatras, médicos o deportistas carismáticos son una especie de Mesías que llevan a los ancianos que están a punto de morir en lujosos balnearios, a los ejecutivos que se mantienen con gripe y depresión, o a los matrimonios estancados hacia nuevas e inesperadas posibilidades. Y siempre hay un peligro acechando. Tal vez, como dice en Super-Cannes: “Los Adolf Hitler y Pol Pot del futuro ya no vendrán del desierto, sino de centros comerciales y complejos industriales corporativos”. La modernidad distópica, los desoladores paisajes creados por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o ambiental. Elementos que hacen pensar única y exclusivamente en J.G. Ballard: las piscinas vacías, las construcciones deshabitadas, los desiertos y los clubes nocturnos donde la música suena pero no hay nadie escuchando…

Eso es Ballard: el lado oscuro de la psique del ser humano, los apocalipsis internos de los personajes, catalizado por un mundo surrealista donde el desastre y la belleza colindan. Donde, como en África, se levanta un campo de golf al lado de barrio pobre, con 25 % de población infectada con VIH. Donde, como en Caracas, puede pagarse un alquiler en 10 dólares, mientras que hay gente que nunca verá en su vida, esa cantidad de dinero. Vivimos el surrealismo cruel, hipócrita, miserable; y Ballard dijo que las cosas serían así. Ballard derrotó a los japoneses, a occidente, a la tecnología y a la muerte. La soledad fue el precio a pagar. Abrió los ojos y admiró el desastre.

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